La
cueva encantada
Mario Cerino
Hoy, al salir de clase, de nuevo se me
hizo tarde para llegar a casa. La escena no podía ser más pavorosa: mi madre
parada en la puerta con su vestido negro, su mirada irritada y el ceño fruncido…
¡ah! y el cinturón campero de mi padre en la mano. Todo pronosticaba una puesta
de sol terrorífica. ¿Y ahora qué le digo? ¿cómo justificar mi demora? Los
árboles que te llaman para contarte sus tristezas, los enormes pájaros que te
llevan en sus alas a surcar el cielo para mirar la desértica llanura, los
calamares gigantes o los zombis con lenguas de víbora que persiguen a los niños
que los miran en la calle, ya no son una excusa. Tendré que revelar mi secreto.
– ¡Fermín del demonio!, ¡dónde te has metido
otra vez! –Gritó mi madre al tiempo que levantó su mano para airear el cinturón
que rebotó con fuerza en mi espalda–.
– No me castigues, madre –supliqué sollozante,
con el rostro afligido–. Juro que esta vez diré la verdad.
La miré tímidamente y quizá mis ojos
llorosos templaron su furia, por lo que se dispuso a escucharme.
– Una tribu de mujeres y hombres que hay en una
cueva de camino a casa me ha atrapado todos estos días. Nunca había estado ahí.
Apareció de la nada tres semanas atrás y posee un extraño poder de
encantamiento ante el que pocas voluntades se resisten. Cuando logra apresarte
cual imán, te recibe una señora con lentes grandes y sonrisa jovial que te
lleva hasta donde sus amigos (así les llama), y pone en tus manos el alma
de alguno de ellos para que dialogue contigo. ¡Ah, madre! Es tan hermoso que
sales de ahí emocionado y sin tener noción del tiempo. Por eso me llega el
crepúsculo.
– ¡Al cuerno con tus
historias! No me tranquiliza nada que me digas esas cosas con palabras extrañas.
Ahora mismo te llevo con el señor cura para liberarte de esos demonios que te
han convertido en un mentiroso de primera.
Me tomó de la mano… bueno, en realidad
casi me la arranca, y a empellones atravesamos la pequeña plaza del pueblo al
caer la noche.
– ¡Mira madre, ahí están!
–Le insistí para que viera a los árboles que hablan y los zombis con lenguas de
víbora–.
–
¡No
quiero escuchar tus impertinencias! –fue su parca respuesta–.
Caminamos aprisa hasta llegar a la casa
parroquial, una construcción vieja, con tejas de barro y paredes de estuco, de
la que salió la imagen lúgubre del señor cura, medio iluminada por un farol que
pendía de un muro al lado de la puerta.
– Señora Durán, Dios con usted. ¿Qué le trae por
acá? –Sondeó el cura con su voz tenue y pausada, en buena medida por su
avanzada edad–.
Mi madre lo miró con un dejo de vergüenza
y después de titubear un poco logró hilar palabras.
– Pues mire, señor cura, este muchacho que me
saca de mis casillas con más facilidad. Llega tarde a casa después de la
escuela. Habla de sucesos raros con palabras raras. Para mí que tiene metido algún espíritu
maligno que lo hace decir cosas extrañas.
Mi madre –sin ser tan explícita– le contó
al cura lo relativo a los árboles, pájaros, calamares gigantes y zombis. Y por
supuesto, acerca de la tribu, la cueva y el extraño encantamiento que la había
obligado a tomar la decisión de llevarme con él. Mientras el cura escuchaba, me
miraba persistente y, de pronto, sus labios dibujaron una sonrisa.
– A ver Fermín, sabes que te aprecio mucho,
dime la verdad ¿Con quiénes has platicado en la cueva? ¿A qué amigos te
presentó esa extraña señora? –Indagó el cura con un tono apacible–.
–
La verdad es que ninguno habla, pero
todos dicen cosas grandiosas, a través de sus almas, como les llama la señora
de lentes –contesté sin vacilar–.
–
¡Ya ve señor cura, se lo dije, a Fermín se lo chupó el chamuco! –interrumpió mi
madre–.
– No digas tonterías, hija. Cuéntame Fermín ¿Cómo
se llaman los amigos con los que has platicado últimamente?
– La semana pasada abrí el alma de un señor
alemán… ¿cómo se llamaba?... ¡claro!, ya recordé, se apellidaba Ende, sí,
Michel Ende, y desde hace unos días un tal Julio Verne me está contando sus
emocionantes historias. En esa cueva están las almas de muchos hombres y
mujeres que la señora de lentes nos ayudará a conocer. ¿Verdad que nada hay de
malo en eso, señor cura?
El cura observó con
sorpresa mi rostro y sus manos marchitas tomaron mis hombros.
– Claro que no hay nada de malo, hijo. Al
contrario, deberías llevar a otros amigos a esa cueva para devorar muchas almas
–dijo con tal seguridad que mi madre quedó pasmada al escuchar sus palabras–.
– No tengas cuidado mujer. Esa extraña cueva,
como Fermín la llama, es nueva en el pueblo y ahí las almas no pierden a nadie,
sino que alimentan la imaginación, destruyen las horas de hastío y vuelven a
las personas sabias y afortunadas.
Ilustración: Arantza Cerino
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