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23 de abril de 2020


La cueva encantada
Mario Cerino

Hoy, al salir de clase, de nuevo se me hizo tarde para llegar a casa. La escena no podía ser más pavorosa: mi madre parada en la puerta con su vestido negro, su mirada irritada y el ceño fruncido… ¡ah! y el cinturón campero de mi padre en la mano. Todo pronosticaba una puesta de sol terrorífica. ¿Y ahora qué le digo? ¿cómo justificar mi demora? Los árboles que te llaman para contarte sus tristezas, los enormes pájaros que te llevan en sus alas a surcar el cielo para mirar la desértica llanura, los calamares gigantes o los zombis con lenguas de víbora que persiguen a los niños que los miran en la calle, ya no son una excusa. Tendré que revelar mi secreto.

   ¡Fermín del demonio!, ¡dónde te has metido otra vez! –Gritó mi madre al tiempo que levantó su mano para airear el cinturón que rebotó con fuerza en mi espalda–.

–  No me castigues, madre –supliqué sollozante, con el rostro afligido–. Juro que esta vez diré la verdad.

La miré tímidamente y quizá mis ojos llorosos templaron su furia, por lo que se dispuso a escucharme.

 Una tribu de mujeres y hombres que hay en una cueva de camino a casa me ha atrapado todos estos días. Nunca había estado ahí. Apareció de la nada tres semanas atrás y posee un extraño poder de encantamiento ante el que pocas voluntades se resisten. Cuando logra apresarte cual imán, te recibe una señora con lentes grandes y sonrisa jovial que te lleva hasta donde sus amigos (así les llama), y pone en tus manos el alma de alguno de ellos para que dialogue contigo. ¡Ah, madre! Es tan hermoso que sales de ahí emocionado y sin tener noción del tiempo. Por eso me llega el crepúsculo.

– ¡Al cuerno con tus historias! No me tranquiliza nada que me digas esas cosas con palabras extrañas. Ahora mismo te llevo con el señor cura para liberarte de esos demonios que te han convertido en un mentiroso de primera.

Me tomó de la mano… bueno, en realidad casi me la arranca, y a empellones atravesamos la pequeña plaza del pueblo al caer la noche.

– ¡Mira madre, ahí están! –Le insistí para que viera a los árboles que hablan y los zombis con lenguas de víbora–.

¡No quiero escuchar tus impertinencias! –fue su parca respuesta–.

Caminamos aprisa hasta llegar a la casa parroquial, una construcción vieja, con tejas de barro y paredes de estuco, de la que salió la imagen lúgubre del señor cura, medio iluminada por un farol que pendía de un muro al lado de la puerta.

–  Señora Durán, Dios con usted. ¿Qué le trae por acá? –Sondeó el cura con su voz tenue y pausada, en buena medida por su avanzada edad–.

Mi madre lo miró con un dejo de vergüenza y después de titubear un poco logró hilar palabras.

–  Pues mire, señor cura, este muchacho que me saca de mis casillas con más facilidad. Llega tarde a casa después de la escuela. Habla de sucesos raros con palabras raras.  Para mí que tiene metido algún espíritu maligno que lo hace decir cosas extrañas.

Mi madre –sin ser tan explícita– le contó al cura lo relativo a los árboles, pájaros, calamares gigantes y zombis. Y por supuesto, acerca de la tribu, la cueva y el extraño encantamiento que la había obligado a tomar la decisión de llevarme con él. Mientras el cura escuchaba, me miraba persistente y, de pronto, sus labios dibujaron una sonrisa.

  A ver Fermín, sabes que te aprecio mucho, dime la verdad ¿Con quiénes has platicado en la cueva? ¿A qué amigos te presentó esa extraña señora? –Indagó el cura con un tono apacible–.

 La verdad es que ninguno habla, pero todos dicen cosas grandiosas, a través de sus almas, como les llama la señora de lentes –contesté sin vacilar–.

– ¡Ya ve señor cura, se lo dije, a Fermín se lo chupó el chamuco! –interrumpió mi madre–.

    No digas tonterías, hija. Cuéntame Fermín ¿Cómo se llaman los amigos con los que has platicado últimamente?

    La semana pasada abrí el alma de un señor alemán… ¿cómo se llamaba?... ¡claro!, ya recordé, se apellidaba Ende, sí, Michel Ende, y desde hace unos días un tal Julio Verne me está contando sus emocionantes historias. En esa cueva están las almas de muchos hombres y mujeres que la señora de lentes nos ayudará a conocer. ¿Verdad que nada hay de malo en eso, señor cura?

El cura observó con sorpresa mi rostro y sus manos marchitas tomaron mis hombros.

    Claro que no hay nada de malo, hijo. Al contrario, deberías llevar a otros amigos a esa cueva para devorar muchas almas –dijo con tal seguridad que mi madre quedó pasmada al escuchar sus palabras–.

    No tengas cuidado mujer. Esa extraña cueva, como Fermín la llama, es nueva en el pueblo y ahí las almas no pierden a nadie, sino que alimentan la imaginación, destruyen las horas de hastío y vuelven a las personas sabias y afortunadas.

                                                   Ilustración: Arantza Cerino

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