Educación “a
distancia”, la otra desigualdad
Desde
siempre hemos sabido que la educación en México es insuficiente, desigual y
difícil de medir en términos de calidad.
Es
insuficiente y desigual no solo por la amplia brecha social que demerita la oferta
educativa, sino también por la falta de pertinencia de los programas de
estudio, personal docente, materiales didácticos e infraestructura. Estos
factores complican los esfuerzos por mejorar la calidad, como lo demuestran los
deprimentes resultados de pruebas nacionales e internacionales aplicadas a
estudiantes de educación básica y media superior.
Para
no variar, si dudábamos acerca de las difíciles condiciones del desarrollo de
la educación en México, la pandemia que estamos enfrentado nos muestra una cruda
realidad.
El
bien intencionado propósito de la Secretaría de Educación Pública y de las
instituciones de nivel medio y superior por ofrecer contenidos a través de
medios digitales y de comunicación públicos, implica grandes desafíos.
La
conectividad en nuestro país todavía registra una marcada desaceleración. Es
más, somos de las últimas naciones de la OCDE en el acceso a la banda ancha
fija y móvil. Se estima que 6 de cada 10 mexicanos mayores de 6 años de edad
cuentan con acceso a Internet y, como es de suponerse, muchos de los que
carecen de este servicio se localizan en zonas rurales y marginadas.
Las
clases en línea o por televisión (socializadas desde hace varios días), aunque exigen
el compromiso de todos, han resultado complicadas para muchos docentes, alumnos
y padres de familia que generalmente no estaban habituados a trabajar en
escenarios virtuales. En el extremo de los casos, hay padres de familia que han
vivido experiencias traumáticas, sobre todo si tienen más de dos hijos en edad
escolar, pues no solo deben procurar su acceso a los contenidos educativos,
sino también apoyarlos en la realización de las actividades y tratar de disipar
sus dudas. Ahora, como nunca antes, se confirma la premisa de algunas investigaciones:
el mayor éxito de la educación de los hijos es directamente proporcional al
nivel educativo y apoyo de los padres.
Si
bien es difícil calificar este esfuerzo nacional como “educación a distancia”, debido
a la falta de conectividad y herramientas tecnológicas para las familias,
capacitación docente y diseños instruccionales que garanticen orden, debe
reconocerse que ha habido -de todos- un gran empeño por tratar de ajustarse a
las condiciones imperantes.
Es
presuntuoso pensar que las estrategias del gobierno responderán estrictamente a
los programas de estudio. Mucho se gana, a mi juicio, con establecer en los
hogares ambientes de aprendizaje para que los estudiantes adquieran la más
importante de las enseñanzas: convertirse
en autodidactas.
Después
de todo, como alguna vez dijo Milan Kundera, lo que distingue a un autodidacta de una persona que cursa estudios
presenciales no es su nivel de conocimientos, sino la confianza en sí mismo.
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